He vuelto a soñar contigo

Cuando bajabas del escenario, yo estaba allí, al fondo del local, cerca de la puerta. No me veías, pero yo a ti sí. Te seguía con la mirada, memorizando cada gesto, cada sonrisa, cada carcajada de euforia por haber dado un concierto cojonudo.

Por fin, girabas la cabeza en mi dirección. Me miraste, nos miramos. En pocos segundos tu rostro fue mutando, pasando por todo un abanico de sentimientos, un ligero interés, sensación de familiaridad, convicción de que sabías quién era, sorpresa, incredulidad y, por último, adoptaste una expresión de determinación que reafirmaste trayendo tus pasos hasta mí. Cuando llegaste, no dijiste nada. Yo tampoco. Cogiste mi mano y me llevaste fuera, a la calle, a tu coche.

Sonaba la música, ninguno de nosotros había articulado una sola palabra.

Aparcaste el coche junto a la playa y nos bajamos, dejando las ventanillas abiertas para poder seguir escuchando la música que procedía del interior. Nos reunimos frente al capó, donde yo me apoyé, de espaldas. Tú te inclinaste hacia mí, apoyando ambas manos en mis caderas, sin apartar la mirada de mis ojos. Susurré.

-Te dije que vendría.

-No sabes cuánto me alegro de que lo hayas hecho.

Y sin decir nada más, me atrajiste hacia ti y nos devoramos mutuamente hasta que el cruel sonido del despertador me trajo de vuelta a mi casa, a mi cama, donde todo son sábanas arrugadas y demasiado espacio vacío y deseos de soñarte cada noche.

Sal con una chica que lee (Por Rosemary Urquico)

Sal con alguien que se gasta todo su dinero en libros y no en ropa, y que tiene problemas de espacio en el clóset porque ha comprado demasiados. Invita a salir a una chica que tiene una lista de libros por leer y que desde los doce años ha tenido una tarjeta de suscripción a una biblioteca.

Encuentra una chica que lee. Sabrás que es una ávida lectora porque en su maleta siempre llevará un libro que aún no ha comenzado a leer. Es la que siempre mira amorosamente los estantes de las librerías, la que grita en silencio cuando encuentra el libro que quería. ¿Ves a esa chica un tanto extraña oliendo las páginas de un libro viejo en una librería de segunda mano? Es la lectora. Nunca puede resistirse a oler las páginas de un libro, y más si están amarillas.

Es la chica que está sentada en el café del final de la calle, leyendo mientras espera. Si le echas una mirada a su taza, la crema deslactosada ha adquirido una textura un tanto natosa y flota encima del café porque ella está absorta en la lectura, perdida en el mundo que el autor ha creado. Siéntate a su lado. Es posible que te eche una mirada llena de indignación porque la mayoría de las lectoras odian ser interrumpidas. Pregúntale si le ha gustado el libro que tiene entre las manos.

Invítala a otra taza de café y dile qué opinas de Murakami. Averigua si fue capaz de terminar el primer capítulo de Fellowship y sé consciente de que si te dice que entendió el Ulises de Joyce lo hace solo para parecer inteligente. Pregúntale si le encanta Alicia o si quisiera ser ella.

Es fácil salir con una chica que lee. Regálale libros en su cumpleaños, de Navidad y en cada aniversario. Dale un regalo de palabras, bien sea en poesía o en una canción. Dale a Neruda, a Pound, a Sexton, a Cummings y hazle saber que entiendes que las palabras son amor. Comprende que ella es consciente de la diferencia entre realidad y ficción pero que de todas maneras va a buscar que su vida se asemeje a su libro favorito. No será culpa tuya si lo hace.

Por lo menos tiene que intentarlo.

Miéntele, si entiende de sintaxis también comprenderá tu necesidad de mentirle. Detrás de las palabras hay otras cosas: motivación, valor, matiz, diálogo; no será el fin del mundo.

Fállale. La lectora sabe que el fracaso lleva al clímax y que todo tiene un final, pero también entiende que siempre existe la posibilidad de escribirle una segunda parte a la historia y que se puede volver a empezar una y otra vez y aun así seguir siendo el héroe. También es consciente de que durante la vida habrá que toparse con uno o dos villanos.

¿Por qué tener miedo de lo que no eres? Las chicas que leen saben que las personas maduran, lo mismo que los personajes de un cuento o una novela, excepción hecha de los protagonistas de la saga Crepúsculo.

Si te llegas a encontrar una chica que lee mantenla cerca, y cuando a las dos de la mañana la pilles llorando y abrazando el libro contra su pecho, prepárale una taza de té y consiéntela. Es probable que la pierdas durante un par de horas pero siempre va a regresar a ti. Hablará de los protagonistas del libro como si fueran reales y es que, por un tiempo, siempre lo son.

Le propondrás matrimonio durante un viaje en globo o en medio de un concierto de rock, o quizás formularás la pregunta por absoluta casualidad la próxima vez que se enferme; puede que hasta sea por Skype.

Sonreirás con tal fuerza que te preguntarás por qué tu corazón no ha estallado todavía haciendo que la sangre ruede por tu pecho. Escribirás la historia de ustedes, tendrán hijos con nombres extraños y gustos aún más raros. Ella les leerá a tus hijos The Cat in the Hat y Aslan, e incluso puede que lo haga el mismo día. Caminarán juntos los inviernos de la vejez y ella recitará los poemas de Keats en un susurro mientras tú sacudes la nieve de tus botas.

Sal con una chica que lee porque te lo mereces. Te mereces una mujer capaz de darte la vida más colorida que puedas imaginar. Si solo tienes para darle monotonía, horas trilladas y propuestas a medio cocinar, te vendrá mejor estar solo. Pero si quieres el mundo y los mundos que hay más allá, invita a salir a una chica que lee.

O mejor aún, a una que escriba.

Jueves. Parte II

La puerta del bar está cerrada, pero dentro hay luz. Llamo un par de veces y Rafa sale a abrirme. Entro. Todo sigue como siempre. Las marcas de cigarrillo en la barra, de cuando aún se podía fumar dentro. La quemadura en la pared, de cuando a dos clientes habituales les dio por jugar con un spray de pimienta y un mechero, y casi salimos todos ardiendo. El adorno de plástico de uno de los cañeros, rajado por la mitad, de cuando casi tuve que liarme a hostias con una punki. Mi firma en la pared de detrás de la barra, escrita con rotulador permanente, de cuando fue mi última noche oficial como camarera. Me siento como en casa.

He elegido para la ocasión una camiseta que reza Guest Star y he sacado mi lado más rockero complementándola con pitillos que imitan el cuero y botines con tachuelas. Cuando me miro en el espejo de cristal ahumado que hay tras la barra, tengo un déjà vu. Como si hubiera retrocedido varios años de golpe y nunca hubiera dejado de trabajar ahí.

Enciendo el portátil, enchufo el pen drive. Traigo la música preparada, una mezcla de apuestas seguras y temas que nunca he puesto en el bar, pero que sé que funcionarán. La experiencia es un grado. Y empezamos.

La primera canción es la misma primera canción que puse cada noche durante años.

Cuando está a punto de terminar, llegan mis amigos, que se habían quedado a ver el concierto. Una ronda para todos, invita Rafa, que acto seguido sale a la puerta, ya que Toni, el portero, tampoco está. Y, tras ellos, empieza a llegar más gente. Empiezo a poner copas, dejando que la tracklist, de momento, avance sola. Acuden varios fieles del bar, con los que intercambio anécdotas y recuerdos, como la vez que uno de ellos vació un extintor desde el escenario -cuando ocurrió le habría matado, hoy estoy doblada de la risa al recordarlo-.

Una vez que, por el momento, todo el mundo está servido y tras declinar varias invitaciones a chupitos, vuelvo a ponerme frente al ordenador, me apetece algo en concreto.

A estas alturas, el bar está lleno, así que no lo veo venir. Levanto la vista de la pantalla para comprobar si alguien está esperando que le sirvan y, en efecto, hay alguien esperando. Pablo.

-No sabía que vuelves a trabajar aquí.

-Es sólo hoy, han dejado tirado a Rafa.

-Te queda bien la barra. -Sonrisa encantadora. Cuando sonríe así es endemoniadamente guapo.

Le pongo una copa y sigo con lo mío, la gente no me da cuartel y voy de un lado a otro de la barra sirviendo una copa detrás de otra tan rápidamente como puedo, asegurándome de que la música no pare y de que nadie le prenda fuego a nada. Para variar.

Son casi las tres cuando vuelvo a tener un respiro, así que me permito un nuevo antojo.

Grave error. Es una de sus canciones favoritas, inevitablemente pienso en él, hace que se me encoja el estómago, duele. Espero pacientemente a que termine y cuando, por fin, empieza a sonar el siguiente tema, el nudo se afloja, aunque las secuelas durarán toda la noche.

Siguen pasando las horas y las copas y los borrachos. Yo empiezo a acusar el cansancio. Mis amigos ya se han ido, igual que la mayoría de la gente, se acerca la hora de cerrar, así que pongo la penúltima canción, la misma penúltima canción que puse cada noche durante años.

Todos saben lo que viene a continuación. Enciendo las luces y pongo la última.

Por alguna extraña alineación de los planetas, todo el mundo se va a la primera y no tengo que lidiar con nadie para que me dejen cerrar. Se van todos, menos Pablo, que sigue en la barra. A lo largo de la noche le he visto charlando con varias personas, jugando al futbolín, saliendo a fumar, volviendo cada poco tiempo para acodarse en la barra e intercambiar algunas palabras conmigo.

Entra Rafa, me mira, le mira a él y tras un titubeo momentáneo, me tiende las llaves.

-Cierra tú, yo vendré mañana a recoger.

Y nos quedamos solos, escuchando en silencio los últimos acordes de Simple Man.

Jueves. Parte I

La próxima vez te estarás calladita, a ver si aprendes.

Eso es lo que me digo mientras espero apoyada en la barra a que el camarero me sirva cinco cervezas y una tónica. Media hora antes, al ver como mis amigos han dejado de hablar para concentrarse en sus smartphones, les he retado a dejar todos los móviles sobre la mesa y a castigar al primero que cogiese el suyo con pagar la siguiente ronda. Quién me iba a decir que yo sería la primera en caer. No he prestado atención a los whatsapps que han ido apareciendo en la pantalla cada pocos minutos, pero no he podido evitar mirar cuando lo que me ha llegado ha sido un e-mail. Y, para colmo, ha resultado ser publicidad.

Así que toca apechugar. Mientras espero, miro a mi alrededor, nunca había estado en este bar. Esta noche actúa una banda local de blues -tocan realmente bien, me quito el sombrero-. Cuando dirijo la mirada hacia el fondo de la barra, distingo una cara que me es familiar. Tardo unos segundos en reconocer a Pablo, el chico que conocí en la exposición.

Está muy guapo, le favorece el azul. Pienso mientras le miro, esperando a que él también se fije en mí. Y lo hace. Me sonríe abiertamente y levanta la mano para saludarme. Leo un hola en sus labios. En ese momento el camarero termina de servirme y llevo las bebidas a la mesa. Tengo que hacer dos viajes y, cuando voy a por la segunda tanda, me lo encuentro de frente, apoyado de espaldas junto a las tres cañas que me faltan por llevar.

Mi cerebro decide que ese es el momento idoneo para recordarme de qué le conozco. Nos acostamos una vez hace años, al menos cuatro o cinco. Ya no lleva melena, ni camisetas de grupos de rock, ni el aro en la nariz. Pero es él, sin duda. Siento cómo un terrible rubor me sube a las mejillas, mi sistema circulatorio siempre tan oportuno. Él sonríe.

-¿Ya sabes quién soy?

Mi rubor se intensifica, probablemente se vea desde el espacio.

-Estás muy cambiado. El otro día no te reconocí.

-Tú también estás cambiada, estás muy guapa.

-Gracias. -Mente en blanco. Agudeza a cero. Tengo el cerebro colapsado. -Bueno… Tengo que llevar esto a la mesa, me están esperando mis amigos.

-Claro. Te veo luego.

No suena a frase hecha. Sino a promesa y a espectativa y a ganas. Antes de volver a su lado de la barra, donde le esperan los dos tipos con los que hablaba antes de venir a saludarme, apoya un momento la mano en mi cintura para atraerme hacia él y darme un beso en la mejilla, un beso tan íntimo que me siento como si me lo hubiera dado en los labios, un beso que sabe a promesa y a espectativa y a ganas.

 

La petición

Salgo de clase tras seis horas interminables, con examen incluído -lo he bordado, por cierto- y saco el móvil y los auriculares de la bolsa para escuchar música de camino hasta casa. Tengo tres llamadas perdidas de Rafa. Creo saber exactamente lo que significa eso, así que le llamo para confirmar mis sospechas.

-Dime, Rafa.

-Lucía, ¿qué haces el jueves por la noche?

-Nada, pero el viernes madrugo, tengo clase.

-¿No puedes echarme una mano? Todos los demás me han dejado colgado.

-Gracias por considerarme tu última opción, pero no, no puedo.

-Por favor, sabes que no te lo pediría si no lo necesitara.

-Joder, Rafa.

Ya sé que voy a aceptar. Y él también. Porque me hace falta la pasta. Porque últimamente las noches se me hacen demasiado largas. Porque en el fondo lo echo de menos. Y, sobre todo, porque a él no podría decirle que no.

-Vale. Estaré ahí a las once. Pero no pienso quedarme a recoger, en cuanto se vaya el último, me largo.

-¡Gracias! -Suena muy sincero, debe ser verdad que le hago falta- No te preocupes por eso, ya recogeré yo el viernes. Muchas gracias, Lucía. ¡Ah! Otra cosa.

-Dime.

-Trae música, pinchas tú.

-Faltaría más. Hasta mañana.

Y cuelgo, deseando que llegue el jueves por la noche.

Culturizarse

Desde que trabajé como comunicadora en la sala de exposiciones suelo recibir invitaciones para asistir a los eventos que organizan. Hoy inauguran una exposición. No pensaba ir, pero he terminado de estudiar y me doy cuenta de que me queda mucha tarde que llenar y no quiero quedarme en casa.

Me disfrazo de moderna-intelectual, con un vestido estampado con calaveras diminutas, que de lejos parecen lunares, ese que él decía que era odiosamente hipster, y me recojo el pelo de una forma cuidadosamente descuidada, dejando a la vista la golondrina que llevo tatuada en la nuca. No me olvido de las obligadas gafas, que terminan de redondear el look. Un último vistazo al espejo me confirma que he acertado, que estoy guapa, pese a llevar un tiempo considerablemente insano durmiendo mal.

Al llegar, veo que se han congregado los sospechosos habituales, además de algo de prensa. Reconozco algunas caras, entre ellas la de mi antigua jefa, la directora de la sala, que viene a saludarme en cuanto me ve, tan alegre y efusiva que me hace preguntarme qué se mete para estar siempre así de exultante.

-¡Ya era hora de que vinieras a vernos! ¿En qué andas?

-Administración, me he vuelto muy práctica.

-Vaya, vaya, desertora, ¿ya no puedo contar contigo entonces?

-Contrátame y me olvido de los números. -Lo digo medio en broma, o más bien medio en serio. Ella se ríe.

-Ya me gustaría, pero ya sabes que no hay un duro. Pero te avisaré si sale algo. Ven, te voy a presentar a Arturo.

Me lleva hasta un pequeño grupo de gente y me presenta. Les regalo una de esas sonrisas educadas y profesionales que tengo tan bien ensayadas. Arturo resulta ser el comisario de la exposición, además de un ser desagradable y prepotente. Junto a él está Pablo, su ayudante, que me mira y me presta atención, pero no abre la boca en todo el tiempo y que me resulta terriblemente familiar. Hay dos personas más, pero no me molesto en retener sus nombres ni sus caras. Charlamos durante cinco o diez minutos, les hablo del año que trabajé allí, de cuánto me gustaba, de lo difíciles que están las cosas, hasta que María anuncia que va a empezar el acto.

A partir de ahí, lo de siempre, agradecimientos, una pequeña charla y un par de vueltas por la sala para ver las obras expuestas haciendo comentarios manidos y pretenciosos. Una vez vista, nos indican que vamos a pasar a la sala de prensa para el coloquio y decido que no me apetece seguir escuchando a Arturo, así que aprovechando el cambio de escenario, me escabullo hacia la calle. Fuera me encuentro con Pablo, está fumando apoyado en la fachada y me mira mientras da una calada a su cigarro.

-¿Te vas?

Considero por un momento colocarle alguna excusa. Que he quedado. Que he dejado el coche en zona azul. Que estoy tan extasiada con la belleza de la obra del artista que estoy padecidendo un brote de síndrome de Stendhal y necesito tumbarme un rato hasta que se me pase. Finalmente me digo a mí misma: «para qué«.

-Sí, no me apetece quedarme al coloquio.

-Es un capullo, ¿eh?

Esta vez considero hacerme la sueca y fingir que no sé de quién me está hablando. La respuesta es la misma que antes. Para qué.

-Integral, sí.

Esboza una sonrisa. Se la devuelvo, no una de mis sonrisas enlatadas, esta vez una de las buenas.

-Yo también me iría encantado, así que aprovecha que no estás aquí por trabajo y huye, tú que puedes.

-Tú lo has dicho. Hasta luego.

Y me alejo, todavía con la sensación de que le conozco de algo, pero sin conseguir asignarle un recuerdo concreto, un amigo en común o una vivencia compartida. Al volver la esquina, giro la cabeza para echarle un último vistazo. Y, como no puede ser de otra manera, me caza in fraganti y levanta la mano para despedirse antes de lanzar la colilla del cigarro al suelo y volver al interior.

Perturbador

Cuando me doy cuenta, tengo unas quince pestañas abiertas en el navegador. En cada una de ellas, un videoclip. He estado escuchando todas esas canciones, buscando la manera de hilarlas y hacerlas empastar para crear una tracklist adecuada para un concierto.

Intercambiamos opiniones y criterios hasta que llegamos a la conclusión de que, probablemente, el orden estaba bien desde el principio.

Tras eso y un rato de charla absurda, empezamos a ver un monólogo en YouTube y no tardamos en acabar  doblados de risa en el sofá mientras vamos encadenando un monólogo detrás de otro, repitiéndonos el uno al otro las partes más graciosas e incluso dejando constancia de ello en alguna red social.

Pero la charla y las risas inocentes e inofensivas que nos han ocupado durante horas, terminan por dar paso a un ambiente más denso, más intenso. Escuchamos una canción, la canción. Me cuenta una experiencia de años atrás, del tiempo en que perteneció a aquel mundo salvaje y desenfrenado, muy similar al que yo misma experimenté.

E, inevitablemente, como atraídos por un imán, acabamos abalanzándonos el uno sobre el otro para devorarnos mutuamente y arrancarnos la piel a tiras, impulsados por esa atracción mental que nos une y que se transforma en deseo físico a la velocidad de la luz.

Más tarde, dice:

-Es un tanto perturbador. La situación quiero decir.

Y sí, estoy muy de acuerdo.

 

 

El sexo es el consuelo cuando no nos alcanza el amor.

Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes.

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Amor unilateral

Nota: Hace años escribí un post similar, en mi antiguo blog. Hoy lo reedito, porque la ocasión lo merece.

Se han escrito millones de historias de amor. En forma de novelas, de poemas, de películas, de canciones. El amor es el tema fetiche para los artistas, que han abarcado todos sus ámbitos, desde el amor más puro e inocente hasta el más febril y pasional.

Entre todo lo que se ha escrito, hay cosas que suscribo plenamente, como aquello de que el amor es ciego. Pero también hay cosas con las que no estoy en absoluto de acuerdo, por ejemplo con ciertas palabras de Mario Benedetti:

Y para estar total, completa, absolutamente enamorado, hay que tener plena consciencia de que uno también es querido, que uno también inspira amor.

Creo que cuando el señor Benedetti escribió esto no pensó en las víctimas de ese amor tan cruel que te destruye y aniquila, el amor no correspondido. El de aquellos que se enamoran solos, viviendo una aventura unilateral, alimentándose de cada pequeña pizca de cariño que desprenda el objeto de sus anhelos.

En el caso de que el ser amado no sea consciente de la existencia de esos sentimientos, aún queda esperanza. Si le echas valor, si pones todo de tu parte, si tienes los arrestos suficientes como para desnudar tu alma ante la otra persona.

Pero la vida no es un cuento de hadas y cabe la posibilidad de que tras todo ese torrente de sinceridad, la otra persona no pueda o no quiera corresponderte. Es ahí cuando sientes como si una fuerza devastadora golpease tu corazón sin piedad, sin escrúpulos, reduciéndolo a pequeños pedazos en los que el amor sigue latiendo, sin darte cuartel. Es un dolor tan intenso que traspasa las barreras de la emoción, produciéndote un dolor físico indescriptible.

Y una vez llegados a ese punto, sólo resta recoger esos pedazos y retirarse a un lugar tranquilo para tratar de recomponer tu corazón, sabiendo que las cicatrices de esas costuras te acompañarán durante mucho tiempo, hasta mucho después de haber dejado de sangrar.

Pero sabiendo también que todo pasa, que todas las heridas sanan, y que esas cicatrices no son más que el precio a pagar a cambio de estar vivo.