Carreteras secundarias

Hoy no pensaba conducir, dadas las circunstancias el plan era ir de copiloto con mi madre. Sin embargo, por un cambio de planes de última hora, a media tarde me encuentro al volante de mi coche, dispuesta a recorrer sola el camino hasta el diminuto pueblo perdido entre montañas donde nací.

El primer tramo, por autovía, transcurre sin problemas, pero la cosa se complica un poco más adelante. Unas nubes negras oscurecen el cielo y traen la noche antes de tiempo. Y al momento comienza a llover. Una cortina de agua me impide ver más allá de dos metros. Los faros de los coches que circulan en sentido contrario hacen el resto. No veo absolutamente nada. Reduzco. Quinta, cuarta, tercera. Conozco bien la carretera y sé que no hay ningún sitio en el que parar, al menos durante cinco o seis kilómetros. Así que sigo, a cincuenta por hora.

Cada músculo de mi cuerpo está en tensión. Sujeto el volante con fuerza, con los cinco sentidos puestos en la carretera, tratando de guiarme por las líneas que delimitan los carriles, pero la combinación del agua y los faros han convertido el asfalto en un espejo y apenas soy capaz de distinguirlas.

Los minutos se me hacen enternos, pero mantengo la cabeza fría, porque la situación lo requiere y no está el panorama como para que pueda permitirme perder el control de lo que estoy haciendo.

He de coger un desvío para tomar una carretera secundaria que me llevará a casa a través de un endiablado puerto de montaña.

Y es ahí, en ese momento, cuando la escena cambia por completo. Deja de llover. Desaparece el resto de los coches, sólo yo he cogido ese desvío. Veo la carretera y distingo los carriles, he dejado de conducir a ciegas.

Aflojo las manos, estirando un momento los dedos, que se me han quedado agarrotados, y me acomodo en el asiento dejando que los músculos de mi cuello y mi espalda se relajen mientras respiro hondo. Bajo la ventanilla, dejando que el aire frío llene el interior de mi coche y suavice la tensión que han provocado los últimos kilómetros.

Vuelvo a escuchar la música, comprendiendo que mi cerebro la había ignorado por completo hasta ese momento, pese a que no ha dejado de sonar ni un minuto.

Empiezo a disfrutar, por fin, del placer de conducir en un mar de curvas cerradas. El momento es perfecto y la carretera es mía.

No sé que acabó sucediendo,
sólo sentí dentro dardos.
Nuestra incómoda postura
se dilató en el espacio

Se me hunde el dolor en el costado,
se me nublan los recodos,
tengo sed y estoy tragando,
no quiero no estar a tu lado.

Me disfrazo de ti.
Te disfrazas de mí.
Y jugamos a ser humanos
en esta habitación gris.

Muerdo el agua por ti.
Te deslizas por mí.
Y jugamos a ser dos gatos
que no se quieren dormir.

Me moriré de ganas de decirte
que te voy a echar de menos.
Y las palabras se me apartan,
me vacían las entrañas

Finjo que no sé, y que no has sabido.
Finjo que no me gusta estar contigo.
Y al perderme entre mis dedos
te recuerdo sin esfuerzo

Me moriré de ganas de decirte
que te voy a echar de menos.

Fuel for Life

Tras una larga, larguísima, noche de nervios, tensión y miedo, de encontrarme a un paso de volver a los suburbios de mi mente y refugiarme en esa oscuridad que hace años me servía de escudo para no tener que enfrentarme a un mundo en el que no quería vivir, con la luz de la mañana todo vuelve a cambiar de color.

Desaparece el dolor que había estado presionando mi cabeza desde hace horas, ya no tengo ganas de llorar.

Vuelve esa calma amable que indica que la tormenta no nos ha engullido, que podemos seguir y adentrarnos en este mar desconocido en el que apenas hemos metido los pies, pero que nos atrae como si al otro lado hubiera sirenas llamándonos con su canto.

Te abrazo, me abrazas. Y al mismo tiempo no lo hacemos. Pero igualmente puedo sentir ese abrazo sin contacto, que resulta ser un bálsamo para las heridas que todavía escuecen, pero que ya comienzan a cicatrizar.